Durante los dos años, yo no oí apenas un par de frases sobre estructura, sobre formato, sobre creación de personajes. Pero tras el primer año, volví a apuntarme al curso siguiente. ¿Por qué? Porque el taller me aportaba algo que no consiguen todos los cursos: ganas, inquietudes. Cada día, cuando salía de oír la charla de Porto (solían ser monólogos desgranando anécdotas de su vida más que otra cosa), sentía grandes deseos de leer los libros sobre los que había hablado, de ver las películas que había citado, de lanzarme de lleno a un cuaderno con lo que fuera,... de escribir (aunque ahora suene prehistórico, yo no tenía ordenador por aquel entonces). El resto, lo de las técnicas, lo podía aprender uno en manuales, en otros cursos, en otras escuelas. Pero creo que a aquella época le debo haber avivado en mí el deseo de seguir aprendiendo siempre.
Este recuerdo acude hoy a mí porque acabo de comprar un libro titulado Escribir. Manual de técnicas narrativas, de Enrique Páez. Es un manual muy básico sobre escritura, pero creo que alguien que escribe nunca debe perder la modestia de saber que puede aprender de cualquier sitio. Y en las primeras páginas me encuentro con este texto que me retrotrae a aquellas ganas con las que salía de las clases de Porto:
Si el escritor no se sumerge, no se cree, no vive la historia que está escribiendo, deja de ser divertido, deja de ser creativo, deja de ser escritor. Puede fingir, muchos lo hacen, pero va a tener que hacerlo muy muy bien para engañar al lector. En todo caso, a sí mismo no se podrá engañar, así que dejará de jugar, dejará de escribir, muy pronto.
Aunque parece que el autor hace referencia al escritor de relatos o de novelas, al escritor que escribe sólo lo que le gusta, y no al guionista, que muchas veces escribe en el programa o serie que puede, es una regla que creo que hay que aplicarse.
Juguemos, disfrutemos, que el espectador (y uno mismo) lo notará.
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