Siempre he tenido mala letra. Un profesor de primaria llegó a calificar mi escritura como “papas fritas”, por su irregularidad y pringosidad sobre el papel. A pesar de eso, no admiro a la gente que tiene buena caligrafía. Tampoco la detesto. Existe y ya está.
Cuando nació mi hija, tuvimos que abrir un libro de familia en la que figuraran los progenitores y la criatura. En el registro civil de Madrid nos atendió un hombre que hace de la caligrafía su modo de vida, su templo de lentitud en un mundo de prisas. Con los documentos que acreditaban el nacimiento de Alicia, el hombre abrió un libro de familia nuevo como el que quita el lazo a un regalo mucho tiempo esperado. Después dispuso dos rotuladores de diferente grosor frente a sí y comenzó a escribir. Daba gusto ver cómo se afanaba en que cada letra quedara perfecta, no sólo por sí misma, sino también en su ubicación dentro del conjunto. Nunca he visto mi nombre tan perfectamente escrito. Cuando llegaba a algún dato que requería más espacio, cambiaba al rotulador de punta fina y apuraba la línea con una simetría y una pulcritud que parecían extraídas de una película en blanco y negro. Aquel hombre bien podía haber sido interpretado por José Luis López Vázquez.
En un momento de su trabajo osé interrumpirle para preguntarle qué opinaba él sobre las noticias que había oído sobre la desaparición del libro de familia. Sin levantar la vista de su obra en curso manifestó que todo eran patrañas. “El libro de familia nunca desaparecerá”. Mirando cómo remataba el final de una palabra con una línea del tamaño preciso, ni más larga ni más corta, con la inclinación que sólo esa palabra requería, entendí que aquel hombre no quisiera creer en aquella noticia.
Después, en casa, cada vez que abría el libro de familia para cualquier trámite, perdía unos segundos, tal vez unos minutos, admirando la letra de aquel hombre. Un tipo desconocido que había entrado en nuestra vida. Creía que para siempre.
Pero algo tenía que ocurrir. Mi novia y yo nos casamos ocho meses después de que naciera nuestra hija, y lo hicimos en una ciudad diferente. El registro civil de esta ciudad nos abrió otro libro de familia en el que figuraba nuestro matrimonio, pero no nuestra hija. Esta vez nuestros nombres venían escritos con una letra apresurada, descuidada. Nos dijeron que teníamos que llevar los dos libros al registro de Madrid y que allí los unificarían. Deseé que incorporaran el matrimonio al libro sacado de una película en blanco y negro, no que añadieran a nuestra hija al libro de la época del color, el descuido y las urgencias.
Pero, claro está, fue lo que ocurrió. Añadieron con renovado apresuramiento los datos de nuestra hija al nuevo libro y se quedaron el antiguo. Quizá para destruirlo. Quizá para entregárselo al amanuense. Una obra de artesanía de tal calibre atascaría el tritura-papeles, estoy convencido.
Ahora abro el libro de familia y me parece sólo un documento oficial, algo frío y funcional. Desde ahora ya no siento indiferencia por la gente que tiene buena caligrafía. La buena letra entró en mi vida por unos meses.
Pude sentir su calor.
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5 comentarios:
Gran post. Leyéndolo, se percibe ese calor...
Gracias, paisano.
Tu post es auténtico fetichismo de escritorio y se ve en efecto ese cariño por la obra bien hecha. Es un delito que no te lo incorporaran al bueno.
Yo también siento una envidia incomensurable por la buena caligrafía, cada vez tengo más problemas en reconocer mi propia letra que cada vez va a peor. Bienvenido al club de los mala letras...pero que al menos apreciamos la buena.
Me encanta cuando escribes sobre estas minucias de la vida cotidiana.
..porque estoy segura de que a pesar de lo que dices, sí aprecias la buena....
Qué bonito!!
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