Y a todos los demás.



Tu primer año en Madrid, con 18 añitos (y creyéndote todo un hombre), lejos de casa, lejos de la familia, la aparición en la tele del anuncio de los turrones El Almendro te provocaba unos tremendos lagrimones que no dejabas brotar (por eso de que te creías todo un hombre). Después las clases en la facultad se acababan, cogías la maleta de cuero, el Rápido que tardaba ocho horas entre Madrid y Lora del Río (aún faltaban algunos años para el AVE, pero el Rápido, al menos, te dejaba en tu pueblo) y aparecías con todas las fiestas por delante. Aquí estaban tus amigos de toda la vida, tus padres, tus hermanos, tus primos, tu primo de Torrejón, que ahora más que nunca se había convertido en un hermano más porque vivías cerca, y pasabas dos semanas en la que no se podía disfrutar más.¿Hace cuánto tiempo esperábamos algo así? Una saga inteligente, atractiva, formidablemente escrita y dotada de una capacidad adictiva superior a la de la metanfetamina. ¿Cómo puede ser un éxito de ventas una obra que parece más extensa que la Biblia de Jerusalén? ¿Por qué es imposible dejar de leer? ¿Por qué te arrastra la historia como un proyectil teledirigido? ¿Cuál es el secreto? George R. R. Martin no es un escritor como los demás. Su fuente de inspiración no proviene tan sólo del mundo de la espada y la brujería, ni del universo Tolkien, ni siquiera de la ciencia ficción. Tampoco se trata de una profunda investigación sobre la Inglaterra feudal y la guerra de las Dos Rosas. Su motor es otro. Estoy hablando de la televisión por cable.
El lunes salí como un drogadicto en busca de mi dosis de Canción de Hielo y Fuego. Creía que Festín de Cuervos había salido a la venta el sábado, pero en la librería me dijeron que no, que no lo tendrían hasta este viernes. Como no tenían heroína, me compré metadona, vamos que busqué otro libro. A mis manos llegó Las damas de Grace Adieu, de Susanna Clarke, la autora de Jonathan Strange y el señor Norrell. Lo puedo asegurar, esta metadona funciona.
Justo ahora que comienzo a dialogar el capítulo 209 de Hospital Central, es buen momento para que cumpla con lo prometido y escriba una segunda entrada sobre los diálogos en el guión de ficción. Antes que nada he de partir de una modestia (no falsa) porque en esto, como en todo, hay tantos maestrillos como librillos. Hoy creo que sería bueno hablar no sobre lo que hay que hacer, sino sobre aquellas cosas que a veces se hacen y conviene evitar. Probablemente habrá muchísimos fallos frecuentes en los diálogos (hice un curso en que nos dieron una lista de veinticinco), pero como esto no pretende ser ningún manual, me voy a centrar en los diez primeros que se me vengan a la cabeza.1) Decir tacos no es naturalizar: existe mucha tendencia a iniciar cada frase con un "Joder", "Hostia", "Coño"... creyendo que con ello hacemos los diálogos más reales. No siempre es así. De hecho, a veces el abuso de este recurso provoca el efecto contrario. Y si vamos a poner que los personajes digan tacos, sería mejor elegir qué personaje los suelta y cuál no, cuál dice siempre "joder" y cuál prefiere "Me cago en to lo que se menea".Y ya está. Quien quiera enmendarme la plana o añadir cualquier cosa, está invitado a hacerlo. Yo, de momento, cierro esto y me pongo a dialogar y a procurar no cometer ninguno de estos diez errores ni de los mil restantes que se pueden cometer.
2) No hay que contar lo que vemos: si un personaje le da un abanico rojo a otro, no tiene que decir: "Ten, un abanico rojo", basta con que se lo dé, o, como mucho, le diga "Ten". Parece obvio con este ejemplo, pero es un fallo que suele cometerse.
3) Los diálogos demasiados bonitos, para tu novela: pues eso, que no hay que hacer unos diálogos dignos de García Márquez, sino apropiados para cada personaje. Un parado no habla como un académico (ya, ya sé que vais a ponerme el ejemplo de Los lunes al sol, pero precisamente por eso hay gente a la que no le gusta).
4) Preámbulos fuera: a veces nos da pudor comenzar una secuencia yendo directamente al meollo y escribimos una especie de preámbulo para preparar no tanto al espectador como a nosotros mismos a la hora de teclear. Está bien escribir ese preámbulo, pero después hay que borrarlo en el noventa por ciento de los casos.
5) Los rodeos, para el Oeste: tiene bastante que ver con el anterior punto. A veces nos gustamos escribiendo y empezamos a dar rodeos sobre el tema al que queremos llegar, alargando el diálogo hasta el absurdo. No es que vayamos a llegar, decir lo que sea y marcharnos, pero marear la perdiz acaba aburriendo al más pintado.
6) Ser directos no es natural: ahora me contradigo un poco y digo que tampoco podemos exponer directamente lo que el personaje quiere decir. Conviene vestirlo un poco, usar el subtexto o filtrar el diálogo con una emoción, una indirecta o un doble sentido. El equilibrio entre este punto y los dos anteriores es difícil, pero es lo que mejor funciona.
7) Fuera parrafadas: ya lo dije en el post anterior. Los diálogos tan largos como discursos es mejor dejarlos para cuando un personaje lee un discurso. E incluso ahí, es mejor mezclarlo con acciones que van sucediendo a la vez.
8) Demasiado corto, tampoco: lo contrario tampoco es bueno. Si construimos un diálogo con monosílabos, o preguntas y respuestas monosilábicas, puede estar bien únicamente si buscamos un efecto concreto, pero no como algo habitual.
9) La exposición, para los museos: hay que huir de los diálogos expositivos. Si tenemos que dar una información importante, tenemos que apañarnos para que no cante, para que el dato quede oculto como algo fluido.
10) Por terminar el decálogo, fuera chistes forzados: en comedia, si metes un chiste en medio de un diálogo sólo porque tiene que ir ahí y no te lo pide la propia acción, suele quedar como un pegote sin sentido. Lo mejor es que la propia situación te facilite el chiste. Ya, ya, no es fácil, pero ¿quién dijo que lo fuera?
Ayer vi El crack, película de José Luis Garci de 1981. Sabía que la había visto hace más de veinte años y que me gustó, pero apenas recordaba nada. De hecho, creía que había una secuencia de Alfredo Landa dándole a un tipo con la puerta de un coche, y eso es de El crack II. Me la puse con cierto temor, sospechando que iba a sufrir una decepción. Por suerte, me equivoqué. 
Volviendo a casa venía escuchando la radio y han dado la noticia: ha muerto Fernando Fernán Gómez. 
A Michael Clayton le falta algo para ser una película perfecta: humo.
Otra serie a la que llego tarde (pero llego) es Me llamo Earl. Este fin de semana me he visto siete u ocho episodios (qué maravilla los capítulos de veinte minutos, ¿cúando podremos hacerlos?) de la primera temporada. No voy a hablar sobre la serie, que ya hay muchos blogs que lo hacen, sino sobre un detalle que me ha llamado la atención. 
Siguiendo el consejo del maestro, me bajé algunos capítulos de algunas de las series que recomienda. Ayer me vi el primero de Botines. Botines es a los robos en Argentina lo que La Huella del Crimen fue a los asesinatos en España, para entendernos. 
Durante la sesión he tenido sentimientos encontrados. Había ido bastante virgen al cine y no sabía qué tipo de película iba a encontrarme. Empezó y me di cuenta de que aquello iba de rollo intimista, de esas películas en que uno pide a otro que le pase la sal y el otro se lo piensa varios minutos antes de decidirse a hacerlo, una de esas películas en que se cuida mucho la fotografía para tapar que no hay mucho que contar. Me aburría, me daba sueño. Tenía ganas de que acabara.
Hoy aparece en el 20 minutos un simpático artículo sobre los Diez grandes inventos de ficción, aunque más bien habría que decir de "ciencia-ficción".
En mi entorno me hablaban una y otra vez de The Shield para contar maravillas sobre ella. Yo me decía: "Ya está, ya la hemos cagado. Ahora pondré tantas expectativas en esta serie, que me parecerá una mierda". Pero aún así, las referencias eran tan buenas que no dudé en comprarme las dos primeras temporadas sin haber visto ni un solo minuto.
Ayer comencé a ver la segunda temporada de Héroes. Como no soy de atracones, sino de ir poco a poco, sólo me puse el primer episodio. Ya el último de la temporada anterior me decepcionó un poco, así que no sabía qué esperar de éste. Y la verdad es que ha seguido en la misma tónica: un poco de decepción. La serie es la misma, pero lo que me hacía tanta gracia en la primera temporada me suena ya repetitivo. Incluso Hiro se me hizo un poco payasete. De todas formas, sé que es una percepción personal, porque la serie sigue, por ahora, siendo la misma.
Eso sí, la serie sigue estupendamente hecha y con el mismo ritmo, con lo que seguiré viéndola y volveré a engancharme. Lo sé.

Se reune la Familia Real para la cena de Navidad, y para matar el tiempo, Camila Parker Bowles dice "Vamos a jugar a las veinte preguntas, yo pienso algo y con veinte preguntas tenéis que averiguar qué es". Lo que ella está pensando es en la polla de un negro. El príncipe Phillips empieza: "¿Es más grande que un panecillo?" Camila responde "Sí". El príncipe Charles continúa: "¿Es algo que puedo meterme en la boca?". Camila responde "Sí". Y la Reina salta: "¿Es la polla de un negro?".El chiste da mucho juego en el episodio, pero no por insultar a la monarquía, sino por considerarse zafio y racista. Ahora haced un ejercicio mental (y no voy a proponer que penséis en la polla de nadie). Imaginad que en una serie española un personaje cuenta insistentemente este chiste transformando a Camila por Letizia y poco más.
Al parecer, se va a destinar la partida más importante del área de medioambiente del ayuntamiento de Madrid a combatir la contaminación "visual", que viene a traducirse en algo muy simple: quitar los graffitis. Vamos, que no digo yo que todos los graffitis sean bonitos, ni que no sea necesario limpiarlos, pero, ¿es ese el problema más grave -medioambientalmente hablando- de Madrid?"Ya me deben quedar dos neuronas nada más, las desato y son como el perro y el gato". SIN DIOS NI AMO (Extremoduro)