Mi abuelo era cazador. No un cazador empedernido, pero tenía una escopeta de perdigones. Por si alguien no lo sabe, esta escopeta se carga con cartuchos de perdigones, que disparan un motón de bolitas de plomo (o algo así), con lo que el tiro se expande y el alcance no es puntual, sino que abarca una amplia zona. Yo no soy cazador, pero creo que la usaba para cazar perdices (y si no es así, que alguien me lo haga saber).
El caso es que un día estábamos mi hermano y yo en el patio de casa de mis abuelos, y mi abuelo, con esa intención de todas las personas mayores de inculcar sus gustos en sus descendientes, nos ofreció a mi hermano y a mí la posibilidad de dar unos disparos. Vamos, como en la América profunda.
Nos fuimos al corral y nos puso a una distancia prudencial de un cazo viejo de hojalata. Allí que me planté, al más puro estilo John Wayne, y apunté como mejor sabía. A pocos metros a la izquierda del cazo, mi abuela había tendido la colada. Todas sus enormes bragas blancas estaban allí, secándose al sol. ¿Qué pudo ocurrir? Obviamente, ningún perdigón dio en el cazo. En su lugar, transformé varias de las bragas en bragas "de agujeritos". Mi abuela se enfadó mucho con mi abuelo, pero mientras más le reñía ella, más me reía yo. Aquello me hizo mucha gracia.
Este texto pertenece a Memorias de un mindundi. Si aún no las has leído, te las puedes descargar completamente gratis.
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